domingo, 27 de abril de 2008

Russell y su barbero

Érase una vez un barbero, un señor muy humilde y trabajador además de generoso. Un buen día miraba a su ventana desde su barbería. Observaba a un motón de personas vestidas andrajosamente con harapos, caminando cabizbajos; mientras que otros caminaban con la cabeza alta y portando elegantes vestiduras. El barbero se sentía molesto, él tenía su barbería, su clientela habitual, sus precios, su vida, pero... se preguntaba ¿por qué quienes vestían de una manera tan pobre no podían cambiar su situación?.

Decidido salió de su salón y, hablando con los señores de grandes y elegantes trajes descubrió que todos ellos se afeitaban en casa con sus cuchillas y jabones. Pero fue a preguntarle a uno de los vagabundos el porqué de su estado. Él le dijo que no podía permitirse tener ropas elegantes porque no tenía trabajo. El barbero, sin poder evitarlo miraba su larga y descuidada barba y le cuestionaba por qué no se afeitaba para poder tener una apariencia mejor, y poder encontrar un trabajo que le permitiera a su vez una mejor calidad de vida. Pero dadas las respuestas de aquel pobre vagabundo, llegó a la conclusión de que había perdido toda esperanza, por perder, incluso se había perdido a sí mismo.

Entonces tomó una decisión, dijo: ¡a partir de hoy, durante un mes, trabajaré gratuitamente, afeitaré a todo aquel que no se afeite solo!. Colocó un cartel anunciando su oferta con la esperanza de poder darles un empujoncito con su leve grano de arena.
Días después vio cómo su barbería se llenaba de aquellas personas que antes veía tras los cristales y se sentía orgulloso de su sacrificio. Fueron pasando los días y, por su ajetreado e incesante trabajo apenas le daba tiempo a mirar por sí mismo. En una tarde de sábado, cuando todo el mundo paseaba y degustaba deliciosos cafés en la plaza junto a la barbería, el barbero sonreía. Frotándose la barbilla se daba cuenta de que era su barba la que necesitaba ahora de un buen corte, y se dispuso a enjabonarse la cara frente al espejo mientras localizaba la cuchilla, pero... un señor de gabardina gris llamó a su puerta.
- Lo siento, está cerrado, vuelva el lunes.
- No he venido a que me afeite, sino a advertirle de que está incumpliendo su palabra.

El barbero quedó turbado por aquella respuesta y dijo:
- ¿Cómo dice?
- En su cartel pone que afeita a todos aquellos que no se afeitan a sí mismos, y usted está apunto de afeitarse a sí mismo, por lo tanto, incumple su palabra.

Bajo una extraña cara de póquer, reflexionando, miró de soslayo sonriendo sin poder evitar darle la razón al señor de la gabardina gris.
- Tiene razón, jajaja, eso ha estado bien. Y, dígame ¿cuál sería según usted la solución? ¿acaso podría afeitarme usted entonces?
- Bueno, podría llamar a otro barbero para que lo hiciera, pero de nuevo estaría incumpliendo su palabra.



De nuevo quedó asombrado por aquella insolente respuesta.
- ¡¿Pero qué dice?!
- Si otro barbero se dispusiera a afeitarle, usted no se estaría afeitando a sí mismo, por lo tanto entraría en el grupo de sus propios clientes según su cartel ¿no es así?

El barbero miró al vacío, comprendió que se había metido en un estúpido juego lógico, un juego que le obligaba a conservar su barba si quería conservar su palabra. Mientras tanto, el señor de la gabardina, con una sonrisa burlona, colocándose su sombrero dijo:

- No dudo de su buena intención, buen-hombre, pero; a veces hasta la decisión más pequeña, puede ser ridícula si no se medita lo suficiente ¿no le parece?.

SILENCIO

Ayer veía la montaña sobre mí. Majestuosa e imponente se alzaba sobre la pequeñez de mi persona. Aunque insignificante a su lado, demostré tener el coraje de alzarme sobre su cima. Largos días de camino en tu compañía, amigo mío pasamos. Juntos ascendíamos por el sendero de su ladera. Poco a poco el oxígeno se ausentaba en la fría atmósfera que soplaba nuestras frentes.

Ayer veía la montaña que me desafió desde sus alturas. Mas la coroné junto a ti luchando cuando los elementos parecían haberse enfurecido con nosotros.

Cruzábamos la niebla, aquella que casi la mascábamos con los dientes, dientes rabiosos que no nos atrevíamos a mostrar para no perder el preciado calor que nuestras largas barbas guardaban en su seno. Aquella niebla era realmente una inmensa nube, aquellas que de pequeños observábamos al sol, mientras se nos hacía ver figuras cuando nos tumbábamos en la fresca hierba de verano.

Recuerdo cuando me alcé sobre su cima, amigo mío. Respiré tan hondamente como mis fatigados pulmones me permitían, al tiempo que, arrogante, ahora yo la miraba por encima del hombro. Tú sin embargo, te limitabas a cerrar los ojos, mientras oías el silencio que gritaba alrededor el gran vacío a pleno pulmón. Minutos después asegurabas tu mochila y la mía, comprobabas las cuerdas y víveres para el regreso.

Al descender de la cima, compañero, tenía la sensación de ser un héroe y, tú, sin embargo no parecías sentirte así, simplemente caminabas tranquilo, sin comer ni beber más que la ración de cada día, pero sin dar un solo paso sin ella. Miré hacia atrás, veía dos largas hileras de trineo junto a otras dos hileras de pisadas sobre la nieve, las de nuestros pies, nobles asnos cansados en silencio y esperando un leve alivio, para reclamar los derechos que nuestra cálida sangre les otorgaba.

Pero el enfurecido grito que brotaba de la gélida garganta de aquella niebla, parecía ensañarse con mi, cada vez más, amedrentado rostro. Poco a poco dejaba de sentir en mi interior el calor de mi propia sangre. Mis piernas aporreaban sin cesar mis gélidos nervios, quienes pedían socorro tan desesperadamente que, incluso mi nombre olvidé para pensar solamente en el siguiente paso. Un siguiente paso que me prometía solemnemente traer en su alforja derecha un leve rayo de sol que acariciase mi nariz, y en la izquierda, el preciado oxígeno que ahogaría las ansias de mi pecho.

Vuelvo a mirar hacia atrás y ya no conozco el camino de antes, eso es buena señal, seguro que hemos avanzado mucho, amigo mío, las hileras del trineo se entrelazan con las huellas de nuestros pies, y serpentean de una manera imposible desafiando a mi azotado cerebro pero.... amigo y compañero mío, cuando volví a mirar hacia adelante algo sucedió.

No recuerdo qué vieron mis ojos ni qué oyeron mis oídos, sólo tengo conciencia de sentir, amigo mío un tiempo después, el silencio que escuchabas en la cima de aquella montaña. Un silencio ensordecedor y.... después con un ápice de luz enrojecida, volví a ver la nieve. Vi ahora una sola hilera de pisadas junto al trineo cuando al momento, el canto de un ave resucitó mis agarrotados tímpanos junto al cálido refugio.

¿Dónde te metiste amigo mío? ¿Por qué me dejaste caminar sólo en medio de la tempestad? ¿Qué fue de ti? ¿acaso no te importaba mi destino?
- Claro que me importaba, amigo mío, pues era yo quien caminaba llevándote sobre el trineo.

KALAHARI

Aquella fue sin duda, la tarde más larga e intensa de toda mi vida. Eran eso de las dos, a penas nos habíamos comido al mediodía unos bocadillos de un insípido atún y pan chicloso. El coronel Garrido nos llamaba por la megafonía para formar filas a toda la infantería. El ardiente desierto del Kalahari, con cuarenta y cinco grados a la sombra no nos perdonaba, y un uniforme tan pesado y empapado por el sudor, que ya no sabíamos que estúpida función podía tener, nos hacía sentir como estúpidos borregos.

Había estallado la guerra, una guerra que nadie comprendía, que beneficiaba a unos pocos, a muchos mató de hambre, a la mayoría de calor, y a todos, absolutamente a todos en el fondo de nuestras conciencias y de nuestros corazones nos hacía perder el tiempo. Un tiempo reclamado por nuestros hijos y esposas, pero allí estábamos.
Yo, el soldado raso Rodríguez, “el rodri” durante aquellos largos y pesados meses, estaba sentado en una escasa sobra que el implacable sol africano nos concedía a regañadientes, mientras trataba de engañar mi tiempo jugando a las cartas con el Cabo Gómez. Ambos jugábamos en silencio, con las manos empapadas en sudor y el olor a pólvora en nuestros pantalones, no decíamos una palabra. El Cabo Gómez, quien sujetaba con los dientes una aburrida colilla, había compartido conmigo todo, habitación, arma, alma, hombro, codo, vida y cierta complicidad.

El Cabo Gómez había perdido a su esposa hacía años, desde entonces no lo volví a ver sonreír ni a pronunciar más de site palabras seguidas. Pero era alguien que no necesitaba preguntarte nada para saber qué era lo que necesitabas. Cada mañana durante el desayuno me decía cabizbajo: “Rodri, no digas quieres, di toma”. El coronel Garrido cada día pasaba revista y nos adiestraba en el entrenamiento, un estúpido ejercicio con el único objetivo de gastar munición, agua y voluntades.

Aquella tarde nos adentramos por la ladera de la montaña a través del flanco derecho del poblado al que el coronel Garrido llamaba enemigo. Llevábamos caminando diez kilómetros, nadie pronunciaba una sola palabra, el sol, que era el soldado más fuerte y aguerrido aquella tarde, no paraba de dar latigazos sobre nuestros mullidos hombros. Nuestras botas no sabían dónde pisar. Al filo de las siete algunos soldados empezaron a abandonarnos en el camino al ser alcanzados por las balas que se escapaban del campo de batalla, y que torturaban sus piernas y gemidos. No recordaba cuando fue la última vez que había bebido agua ni dónde estábamos, me limitaba a caminar tras el Cabo Gómez, quien parecía seguir un rastro, invisible para el resto hasta que....
quedó quieto, quieto de repente, me acerqué a él y.... se apoyó sobre mí mientras su mano derecha ensangrentada se agarraba fuertemente a su vientre. Sus ojos entreabiertos se desvanecían mientras plegaba sus rodillas y respiraba ruidosamente y decía entrecortado “Rodri, no renuncies a tu tesoro”.

Con un nudo en la garganta le agrarré con fuerza por los brazos mientras resbalaba en la arena y le dije: “Mi Cabo, no pienso dejarle aquí, usted lo ha dado todo”, intentó abrir la boca, pero sus labios sudorosos y llenos de polvo se rendían.

No pude contener mis lágrimas e intentaba localizar el botiquín y la cantimplora de nuestro refugio, apenas la vislumbraba, estaba demasiado lejos.

Entonces... no pensé, dejé de ser dueño de mi mismo, de repente una extraña fuerza entre mis lágrimas se adueñó de mi piernas. Solté la mochila dejándola a su lado, un gesto que, de haberlo visto el coronel Garrido, hubiera supuesto mi expulsión al calabozo durante semanas. Entonces corrí. Mis sucios y enturbiados ojos apenas me dejaban ver la arena, aunque lo suficiente para guardar el equilibrio.

No sé cuántas horas tardé en llegar al botiquín, no sé si en la cantimplora quedaba agua suficiente. No sé qué sarta de insultos y acusaciones me arrojó el coronel Garrido en aquel momento. Sólo sé que una extraña autoridad me hizo agarrar todo lo que necesitaba y salir con la misma rapidez que llegué apartando de un empujón al coronel Garrido que se imponía a mi camino, y que me miraba con un arrogante e insolente bigote, pero quien se quedó paralizado por alguna extraña expresión de mi rostro.
Ya no tenía sentido correr, bajo el implacable sol, el Cabo Gómez habría perdido demasiada sangre como para seguir con vida en aquel momento, y me restaba el camino de vuelta. Varios soldados empezaron a perseguirme, soldados marionetas del coronel Garrido pero, aquella extraña fuerza no me abandonaba, mis piernas no paraban de moverse al ritmo de mis pulmones, no miraba atrás, no paraba de llorar, aunque cada vez oía de más lejos las pisadas de los que me perseguían hasta que vi a lo lejos la silueta caída y encharcada de sangre del Cabo Gómez.

El sol africano no me concedía un segundo de alivio, pero tampoco lo hacían mis piernas. Cuando por fin llegué, él tenía el rostro blanquecino, los ojos cerrados y la boca llena de baba arenosa mientas todo su uniforme se enrojecía por momentos. Entonces sujeté su nuca con mi mano derecha y le incorporé. Aquel cuerpo que no tenía ni la más remota idea si vivía o no.

Aquella fue sin duda, la tarde más larga e intensa de toda mi vida.


Cuando apoyé mi frente sobre su pecho, etreabrió los ojos, sonrió de un lado y me dijo reclinando su cabeza : “sabía que vendías”.