miércoles, 23 de junio de 2010

EL GALLINERO

Lunes 14 de junio de 2010, llego a la parada del autobús junto a mi casa, me dispongo a subirme en el coche que me lleva junto a la academia de francés. El viaje es largo, de manera que busco un asiento cómodo para leer durante el trayecto mi librito de Claude Allègre que me haga calentar motores. Medio kilómetro después, un grupo de chavales sube al autobús, es mediodía y salen del colegio, todos tienen la misma vestimenta, todos tienen el mismo acento y, por desgracia, desde que pisan el autobús no hay ni un segundo de silencio que nos permita leer a los demás viajeros.

Sus tarjetas de visita

Es inevitable oír sus conversaciones, ya que hablan con decibelios de sobra como para que se les oiga en todo el autobús. No pretendo criticarles ni tampoco disculparles, pues todos hemos sido así alguna vez. Lo que me pone verdaderamente enfermo es que desde que suben al autobús hasta que se bajan, todas las palabras que han formado sus vocabularios, caben sobradamente en una tarjeta de visita. Tío, tronco, no me jodas, tuenti, culo y poco más... Los temas de los que hablan son siempre los mismos, y sus ilusiones no van más allá del nuevo móvil que ha salido al mercado, de que los zapatos vayan a juego con los pendientes, del cuerpazo de la vecina de enfrente y del concierto del próximo fin de semana.

Las personas mayores les miran de reojo con un sentimiento entre lástima y rabia. Probablemente en sus tiempos las cosas estaban justo al contrario, tal vez la gente estaba demasiado reprimida.

Niños perdidos

En alguna ocasión he podido hacer amistades muy estrechas con estos jóvenes, y no he querido perder oportunidades para saber el porqué de sus comportamientos. A veces trato de –resucitarles- ideas, ilusiones, motivaciones o vocaciones que hubieran podido tener de niños, antes de que la devastadora publicidad las borrase. En un primer momento, ante una pregunta tan inesperada, no hacen más que arrugar la nariz, mirarte por encima de las gafas y quedarse con cara de poker encogiéndose de hombros. Pero al insistir una y otra vez con palabras mágicas, haciéndote tan pequeño como ellos y mirándoles directamente a los ojos sin dejarles escapatoria posible es cuando.... uno descubre terrenos insólitos.

Cuántos Einsteins, Leonardos Da Vinci, Maries Curie y Vans Gogh hemos condenado al consumismo, a cuántos la publicidad y el culto al cuerpo les ha cortado las alas de la creatividad, a cuántos el fracaso escolar junto con el individualismo y la competitividad desenfrenada ha frustrado a su corta edad sus vidas. Escarbando en ese terreno que había permanecido tristemente intacto tanto tiempo, uno sigue usando esas palabras mágicas que hacen que Peter Pan les agarre de la mano, a esos –niños perdidos- para hacerles, durante unos breves minutos, el regalo de creer en ellos mismos, el regalo de replantearse sus escalas de valores, el regalo de la oportunidad de sentirse útiles y realizados, el regalo de dar sentido a sus vidas.

Nos puede gustar comer, pero no hay que hacerlo buscando una indigestión, nos puede gustar beber, pero no hay que hacerlo buscando una borrachera, nos pueden gustar las chicas o los chicos, pero hemos de mirarles como personas, no como si fueran mortadela. Esto es algo que aún no alcanzan a comprender.

Tal vez

Tal vez se les ha olvidado que el mundo les necesita a ellos antes que a sus bolsillos, tal vez les da miedo reconocer que tienen el derecho y el deber de construir ese mundo, que tienen también el derecho y el deber de toman el relevo, que nadie espera que sean perfectos y que no todo se resume en cifras ni en imagen, sino en palabras, hechos, nombres, apellidos, manos, lágrimas, abrazos, limitaciones, caídas y superaciones.

Tal vez la sociedad del bienestar de este mundo occidental les engaña haciéndoles creer que los pequeños éxitos son grandes fracasos.

Sigo hurgando en ese subconsciente y descubro que tienen un miedo aterrador al qué dirán, entre esas ideas dormidas descubro combinaciones nuevas que serían la envidia de artistas de renombre, pero que permanecen ocultas tras el bozal que sus padres, tal vez involuntariamente les ponen al meterles por las tardes interminables actividades extraescolares. Actividades tal vez pensadas con la mejor intención, tal vez para que sus hijos sean los mejores, o tal vez sólo para no tener que ocuparse de ellos durante la tarde y así poder trabajar más para pagar la hipoteca en estos tiempos de crisis. Pero tal vez esos padres cometieron también el error de mirar sin ver, sus dibujos cuando estaban en la guardería. Tal vez se les olvidó tomarse en serio cuáles eran sus vocaciones, y las sustituyeron automáticamente por carreras universitarias de buen nombre y bien pagadas para tener a sus hijos en un pedestal. Tal vez se les olvidó jugar con ellos lo suficiente y valorar sus opiniones. Tal vez se les olvidó que quererles más no es darles lo que más les apetece, para que se callen, sino lo mejor y, a veces esas decisiones no son fáciles para nadie. Tal vez se les olvidó que sus hijos son personas y no son propiedad de sus padres.

Tal vez se les olvidó que la vida es un esfuerzo constante, pero asequible para todos y todas, si se sienten con la compañía y apoyo de unos padres que les quieren, hagan lo que hagan y sin condiciones. Tal vez tengan miedo a vivir sintiéndose alegres, felices y realizados, porque también implica vivir con coherencia. Tal vez el problema radique en la escuela, instituto o universidad... mi padre acaba de jubilarse tras cuarenta años de maestro y, si una cosa le he oído decir es que si el profesor no consigue motivar al alumno, es francamente difícil que aprenda.

Tal vez se les olvide a los chavales que han de respetar, obedecer y valorar a sus padres, porque les deben la vida, y que deben respetar, obedecer y valorar también a sus profesores como si fueran sus padres.

Decía Sócrates que los jóvenes de hoy son unos tiranos, contradicen a sus padres, devoran su comida y faltan al respeto a sus maestros; aunque en mi opinión sea muy precipitada la idea de incluirlos de forma genérica, puesto que también hubo y hay grandes jóvenes ejemplares.

Tal vez yo no sea la persona más indicada para dar todas estas opiniones, puesto que aunque sea hijo, aún no tengo la experiencia de ser padre. Tal vez los jóvenes de hoy tengan algo que decir y que enseñar y no sepan cómo expresarlo o tal vez somos el resto de los mortales que estemos ciegos y nos empeñamos en verlo todo a nuestra manera.

Se bajan del autobús todos los chavales y uno siente como si aquello hubiera sido un gallinero durante aquellos minutos. Retomo a Claude Allègre preguntándome qué surgirá de estás generaciones. Tengo el buen y mal presentimiento, a la vez que la esperanza de que la naturaleza con toda su sabiduría y experiencia, nos pondrá con el paso del tiempo en el lugar que nos corresponde a cada cual.

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