domingo, 27 de abril de 2008

KALAHARI

Aquella fue sin duda, la tarde más larga e intensa de toda mi vida. Eran eso de las dos, a penas nos habíamos comido al mediodía unos bocadillos de un insípido atún y pan chicloso. El coronel Garrido nos llamaba por la megafonía para formar filas a toda la infantería. El ardiente desierto del Kalahari, con cuarenta y cinco grados a la sombra no nos perdonaba, y un uniforme tan pesado y empapado por el sudor, que ya no sabíamos que estúpida función podía tener, nos hacía sentir como estúpidos borregos.

Había estallado la guerra, una guerra que nadie comprendía, que beneficiaba a unos pocos, a muchos mató de hambre, a la mayoría de calor, y a todos, absolutamente a todos en el fondo de nuestras conciencias y de nuestros corazones nos hacía perder el tiempo. Un tiempo reclamado por nuestros hijos y esposas, pero allí estábamos.
Yo, el soldado raso Rodríguez, “el rodri” durante aquellos largos y pesados meses, estaba sentado en una escasa sobra que el implacable sol africano nos concedía a regañadientes, mientras trataba de engañar mi tiempo jugando a las cartas con el Cabo Gómez. Ambos jugábamos en silencio, con las manos empapadas en sudor y el olor a pólvora en nuestros pantalones, no decíamos una palabra. El Cabo Gómez, quien sujetaba con los dientes una aburrida colilla, había compartido conmigo todo, habitación, arma, alma, hombro, codo, vida y cierta complicidad.

El Cabo Gómez había perdido a su esposa hacía años, desde entonces no lo volví a ver sonreír ni a pronunciar más de site palabras seguidas. Pero era alguien que no necesitaba preguntarte nada para saber qué era lo que necesitabas. Cada mañana durante el desayuno me decía cabizbajo: “Rodri, no digas quieres, di toma”. El coronel Garrido cada día pasaba revista y nos adiestraba en el entrenamiento, un estúpido ejercicio con el único objetivo de gastar munición, agua y voluntades.

Aquella tarde nos adentramos por la ladera de la montaña a través del flanco derecho del poblado al que el coronel Garrido llamaba enemigo. Llevábamos caminando diez kilómetros, nadie pronunciaba una sola palabra, el sol, que era el soldado más fuerte y aguerrido aquella tarde, no paraba de dar latigazos sobre nuestros mullidos hombros. Nuestras botas no sabían dónde pisar. Al filo de las siete algunos soldados empezaron a abandonarnos en el camino al ser alcanzados por las balas que se escapaban del campo de batalla, y que torturaban sus piernas y gemidos. No recordaba cuando fue la última vez que había bebido agua ni dónde estábamos, me limitaba a caminar tras el Cabo Gómez, quien parecía seguir un rastro, invisible para el resto hasta que....
quedó quieto, quieto de repente, me acerqué a él y.... se apoyó sobre mí mientras su mano derecha ensangrentada se agarraba fuertemente a su vientre. Sus ojos entreabiertos se desvanecían mientras plegaba sus rodillas y respiraba ruidosamente y decía entrecortado “Rodri, no renuncies a tu tesoro”.

Con un nudo en la garganta le agrarré con fuerza por los brazos mientras resbalaba en la arena y le dije: “Mi Cabo, no pienso dejarle aquí, usted lo ha dado todo”, intentó abrir la boca, pero sus labios sudorosos y llenos de polvo se rendían.

No pude contener mis lágrimas e intentaba localizar el botiquín y la cantimplora de nuestro refugio, apenas la vislumbraba, estaba demasiado lejos.

Entonces... no pensé, dejé de ser dueño de mi mismo, de repente una extraña fuerza entre mis lágrimas se adueñó de mi piernas. Solté la mochila dejándola a su lado, un gesto que, de haberlo visto el coronel Garrido, hubiera supuesto mi expulsión al calabozo durante semanas. Entonces corrí. Mis sucios y enturbiados ojos apenas me dejaban ver la arena, aunque lo suficiente para guardar el equilibrio.

No sé cuántas horas tardé en llegar al botiquín, no sé si en la cantimplora quedaba agua suficiente. No sé qué sarta de insultos y acusaciones me arrojó el coronel Garrido en aquel momento. Sólo sé que una extraña autoridad me hizo agarrar todo lo que necesitaba y salir con la misma rapidez que llegué apartando de un empujón al coronel Garrido que se imponía a mi camino, y que me miraba con un arrogante e insolente bigote, pero quien se quedó paralizado por alguna extraña expresión de mi rostro.
Ya no tenía sentido correr, bajo el implacable sol, el Cabo Gómez habría perdido demasiada sangre como para seguir con vida en aquel momento, y me restaba el camino de vuelta. Varios soldados empezaron a perseguirme, soldados marionetas del coronel Garrido pero, aquella extraña fuerza no me abandonaba, mis piernas no paraban de moverse al ritmo de mis pulmones, no miraba atrás, no paraba de llorar, aunque cada vez oía de más lejos las pisadas de los que me perseguían hasta que vi a lo lejos la silueta caída y encharcada de sangre del Cabo Gómez.

El sol africano no me concedía un segundo de alivio, pero tampoco lo hacían mis piernas. Cuando por fin llegué, él tenía el rostro blanquecino, los ojos cerrados y la boca llena de baba arenosa mientas todo su uniforme se enrojecía por momentos. Entonces sujeté su nuca con mi mano derecha y le incorporé. Aquel cuerpo que no tenía ni la más remota idea si vivía o no.

Aquella fue sin duda, la tarde más larga e intensa de toda mi vida.


Cuando apoyé mi frente sobre su pecho, etreabrió los ojos, sonrió de un lado y me dijo reclinando su cabeza : “sabía que vendías”.

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