domingo, 27 de abril de 2008

SILENCIO

Ayer veía la montaña sobre mí. Majestuosa e imponente se alzaba sobre la pequeñez de mi persona. Aunque insignificante a su lado, demostré tener el coraje de alzarme sobre su cima. Largos días de camino en tu compañía, amigo mío pasamos. Juntos ascendíamos por el sendero de su ladera. Poco a poco el oxígeno se ausentaba en la fría atmósfera que soplaba nuestras frentes.

Ayer veía la montaña que me desafió desde sus alturas. Mas la coroné junto a ti luchando cuando los elementos parecían haberse enfurecido con nosotros.

Cruzábamos la niebla, aquella que casi la mascábamos con los dientes, dientes rabiosos que no nos atrevíamos a mostrar para no perder el preciado calor que nuestras largas barbas guardaban en su seno. Aquella niebla era realmente una inmensa nube, aquellas que de pequeños observábamos al sol, mientras se nos hacía ver figuras cuando nos tumbábamos en la fresca hierba de verano.

Recuerdo cuando me alcé sobre su cima, amigo mío. Respiré tan hondamente como mis fatigados pulmones me permitían, al tiempo que, arrogante, ahora yo la miraba por encima del hombro. Tú sin embargo, te limitabas a cerrar los ojos, mientras oías el silencio que gritaba alrededor el gran vacío a pleno pulmón. Minutos después asegurabas tu mochila y la mía, comprobabas las cuerdas y víveres para el regreso.

Al descender de la cima, compañero, tenía la sensación de ser un héroe y, tú, sin embargo no parecías sentirte así, simplemente caminabas tranquilo, sin comer ni beber más que la ración de cada día, pero sin dar un solo paso sin ella. Miré hacia atrás, veía dos largas hileras de trineo junto a otras dos hileras de pisadas sobre la nieve, las de nuestros pies, nobles asnos cansados en silencio y esperando un leve alivio, para reclamar los derechos que nuestra cálida sangre les otorgaba.

Pero el enfurecido grito que brotaba de la gélida garganta de aquella niebla, parecía ensañarse con mi, cada vez más, amedrentado rostro. Poco a poco dejaba de sentir en mi interior el calor de mi propia sangre. Mis piernas aporreaban sin cesar mis gélidos nervios, quienes pedían socorro tan desesperadamente que, incluso mi nombre olvidé para pensar solamente en el siguiente paso. Un siguiente paso que me prometía solemnemente traer en su alforja derecha un leve rayo de sol que acariciase mi nariz, y en la izquierda, el preciado oxígeno que ahogaría las ansias de mi pecho.

Vuelvo a mirar hacia atrás y ya no conozco el camino de antes, eso es buena señal, seguro que hemos avanzado mucho, amigo mío, las hileras del trineo se entrelazan con las huellas de nuestros pies, y serpentean de una manera imposible desafiando a mi azotado cerebro pero.... amigo y compañero mío, cuando volví a mirar hacia adelante algo sucedió.

No recuerdo qué vieron mis ojos ni qué oyeron mis oídos, sólo tengo conciencia de sentir, amigo mío un tiempo después, el silencio que escuchabas en la cima de aquella montaña. Un silencio ensordecedor y.... después con un ápice de luz enrojecida, volví a ver la nieve. Vi ahora una sola hilera de pisadas junto al trineo cuando al momento, el canto de un ave resucitó mis agarrotados tímpanos junto al cálido refugio.

¿Dónde te metiste amigo mío? ¿Por qué me dejaste caminar sólo en medio de la tempestad? ¿Qué fue de ti? ¿acaso no te importaba mi destino?
- Claro que me importaba, amigo mío, pues era yo quien caminaba llevándote sobre el trineo.

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